viernes, 7 de enero de 2011

Recetas del Papa para una buena preparación al sacerdocio


Madurez, estudio, intimidad con Dios y pertenencia eclesial

CIUDAD DEL VATICANO, lunes 18 de octubre de 2010

El sacerdote católico “existe para llevar a Dios a los hombres”, y ante todo debe ser “un hombre de Dios”. Así exhorta el Papa Benedicto XVI a los seminaristas, en su Carta hecha pública hoy, con motivo de la Clausura del Año Sacerdotal, a los aspirantes al sacerdocio de todo el mundo.
En este mensaje, en el que recuerda sus propios años de seminario, el Papa exhorta a los seminaristas a “aprovechar bien” su tiempo de formación, mediante el estudio de la teología y el crecimiento personal y espiritual.

Entre las “recetas” que el Papa da a los seminaristas, subraya la importancia de la vida sacramental, de la integración en la Iglesia, del estudio de la teología y del derecho canónico, de la madurez y la comprensión y vivencia serena del celibato.

Oración

Ante todo, afirma, un seminarista debe “aprender a vivir en contacto permanente con Dios”, debe saber "Orad en todo momento".
No se trata de “recitar continuamente oraciones”, sino de “no perder nunca el trato interior con Dios”, que es el sentido de la oración.
“Por esto es importante que el día se inicie y concluya con la oración. Que escuchemos a Dios en la lectura de la Escritura. Que le contemos nuestros deseos y esperanzas, nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros errores y nuestra gratitud por todo lo bueno y bello, y que de esta manera esté siempre ante nuestros ojos como punto de referencia en nuestra vida”.

Eucaristía y confesión

Pero Dios, afirma el Papa, “no es sólo una palabra. En los sacramentos, Él se nos da en persona, a través de realidades corporales”.
Por eso, afirma, es necesario que la Eucaristía sea “el centro de nuestra relación con Dios y de la configuración de nuestra vida. Celebrarla con participación interior y encontrar de esta manera a Cristo en persona, debe ser el centro de cada una de nuestras jornadas”.
Para celebrar bien la Eucaristía, añade el Papa, “es necesario también que aprendamos a conocer, entender y amar la liturgia de la Iglesia en su expresión concreta. En la liturgia rezamos con los fieles de todos los tiempos: pasado, presente y futuro se suman a un único y gran coro de oración”.
“Por mi experiencia personal puedo afirmar que es entusiasmante aprender a entender poco a poco cómo todo esto ha ido creciendo, cuánta experiencia de fe hay en la estructura de la liturgia de la Misa, cuántas generaciones con su oración la han ido formando”.
Benedicto XVI subraya también la importancia de la confesión en el itinerario de un futuro sacerdote: “Me enseña a mirarme con los ojos de Dios, y me obliga a ser honesto conmigo mismo. Me lleva a la humildad”.
“Aunque tengamos que combatir continuamente los mismos errores, es importante luchar contra el ofuscamiento del alma y la indiferencia que se resigna ante el hecho de que somos así”.
Es importante, afirma, “mantenerse en camino, sin ser escrupulosos, teniendo conciencia agradecida de que Dios siempre está dispuesto al perdón. Pero también sin la indiferencia, que nos hace abandonar la lucha por la santidad y la superación”.
“Reconociendo mi miseria, llego también a ser más tolerante y comprensivo con las debilidades del prójimo”, subraya el Papa.

Amar la teología

El tiempo en el seminario es sobre todo, tiempo de estudio, recuerda el Papa. “Una de las tareas principales de los años de seminario es capacitaros para dar razones de la fe”.
“Os ruego encarecidamente: Estudiad con tesón. Aprovechad los años de estudio. No os arrepentiréis”, les exhorta.
El Papa reconoce que “a veces las materias de estudio parecen muy lejanas de la vida cristiana real y de la atención pastoral”, pero no hay que caer en el error de “aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad”.
Sólo así la fe “se convierte en una respuesta a las preguntas de los hombres, que aunque aparentemente cambian en cada generación, en el fondo son las mismas”.
Subraya también la importancia de “conocer a fondo la Sagrada Escritura en su totalidad, en su unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento”, así como “conocer a los Padres y los grandes Concilios”, y “las cuestiones esenciales de la teología moral y de la doctrina social de la Iglesia”.
También es importante “la teología ecuménica, conocer las diversas comunidades cristianas; es igualmente necesario una orientación fundamental sobre las grandes religiones y, sobre todo, la filosofía: la comprensión de la búsqueda y de las preguntas del hombre, a las que la fe quiere dar respuesta”.
Y finalmente, explica el Papa, es importante “valorar el derecho canónico por su necesidad intrínseca y por su aplicación práctica: una sociedad sin derecho sería una sociedad carente de derechos. El derecho es una condición del amor”.

Madurez

Otro de los aspectos a los que el Papa da gran importancia es a la madurez y al equilibrio personal, especialmente en cuanto a la vivencia del celibato, la integración de la sexualidad en la propia personalidad.
La sexualidad, afirma Benedicto XVI, “es un don del Creador, pero también una tarea que tiene que ver con el desarrollo del ser humano. Cuando no se integra en la persona, la sexualidad se convierte en algo banal y destructivo”.
Recordando los recientes escándalos de abusos a menores por parte de miembros del clero, el Papa afirma que estos hechos, “que son absolutamente reprobables, no pueden desacreditar la misión sacerdotal, que conserva toda su grandeza y dignidad”.
“Gracias a Dios, todos conocemos sacerdotes convincentes, forjados por su fe, que dan testimonio de cómo en este estado, en la vida celibataria, se puede vivir una humanidad auténtica, pura y madura”, añade, recordando la importancia de ser “vigilantes y atentos, examinándonos cuidadosamente a nosotros mismos, delante de Dios, en el camino hacia el sacerdocio, para ver si es ésta su voluntad para mí”.
El sacerdote, “que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente íntegro".

Sentido de Iglesia

El seminarista, que a menudo, en los últimos tiempos, procede de ámbitos distintos, y en ocasiones desde los nuevos movimientos y carismas, debe ser ante todo “hombre de Iglesia”, apunta el Papa, por encima de particularismos.
“Los movimientos son una cosa magnífica. Sabéis bien cuánto los aprecio y quiero como don del Espíritu Santo a la Iglesia. Sin embargo, se han de valorar según su apertura a la común realidad católica, a la vida de la única y común Iglesia de Cristo, que en su diversidad es, en definitiva, una sola”, afirma.
El seminario, recuerda el Papa, “es el periodo en el que uno aprende con los otros y de los otros. En la convivencia, quizás a veces difícil, debéis asimilar la generosidad y la tolerancia, no simplemente soportándoos mutuamente, sino enriqueciéndoos unos a otros”.
“Ser escuela de tolerancia, más aún, de aceptarse y comprenderse en la unidad del Cuerpo de Cristo, es otro elemento importante de los años de seminario”.

Espiritualidad

Benedicto XVI afirma también, por último, que no hay que despreciar la piedad popular, que aunque “puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo”, sin embargo, “excluirla es completamente erróneo”.
“A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre”, explica el Papa.
Ciertamente, “la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio”, concluye.

martes, 5 de octubre de 2010

HOMILIA DEL SANTO PADRE (VISITA VIGÉVANO Y PAVÍA)

VISITA PASTORAL A VIGÉVANO Y PAVÍA
CELEBRACIÓN DE VÍSPERAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Pavía, domingo 22 de abril de 2007
“El Amor es el alma de la Vida de la Iglesia”
Queridos hermanos y hermanas: En su momento conclusivo, mi visita a Pavía toma la forma de una peregrinación. Es la forma en que yo la había concebido al inicio, pues deseaba venir a venerar los restos mortales de san Agustín, para rendir el homenaje de toda la Iglesia católica a uno de sus "padres" más destacados, así como para manifestar mi devoción y mi gratitud personal hacia quien ha desempeñado un papel tan importante en mi vida de teólogo y pastor, pero antes aún de hombre y sacerdote.
Con afecto renuevo mi saludo al obispo Giovanni Giudici y lo extiendo en particular al prior general de los agustinos, padre Robert Francis Prevost, al padre provincial y a toda la comunidad agustina. Con alegría os saludo a todos vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y seminaristas. La Providencia ha querido que mi viaje asumiera el carácter de una auténtica visita pastoral; por eso, en esta etapa de oración quisiera recoger aquí, junto al sepulcro del Doctor gratiae, un mensaje significativo para el camino de la Iglesia. Este mensaje nos viene del encuentro entre la palabra de Dios y la experiencia personal del gran obispo de Hipona.
Hemos escuchado la breve lectura bíblica de las segundas Vísperas del tercer domingo de Pascua (Hb 10, 12-14): la carta a los Hebreos nos ha presentado a Cristo, sumo y eterno sacerdote, exaltado a la gloria del Padre después de haberse ofrecido a sí mismo como único y perfecto sacrificio de la nueva alianza, con el que se llevó a cabo la obra de la Redención. San Agustín fijó su mirada en este misterio y en él encontró la Verdad que tanto buscaba: Jesucristo, el Verbo encarnado, el Cordero inmolado y resucitado, es la revelación del rostro de Dios Amor a todo ser humano en camino por las sendas del tiempo hacia la eternidad.
En un pasaje que se puede considerar paralelo al que se acaba de proclamar de la carta a los Hebreos, el apóstol san Juan escribe: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). Aquí radica el corazón del Evangelio, el núcleo central del cristianismo. La luz de este amor abrió los ojos de san Agustín, le hizo encontrar la "belleza antigua y siempre nueva" (Las Confesiones, X, 27), en la cual únicamente encuentra paz el corazón del hombre.
Queridos hermanos y hermanas, aquí, ante la tumba de san Agustín, quisiera volver a entregar idealmente a la Iglesia y al mundo mi primera encíclica, que contiene precisamente este mensaje central del Evangelio: Deus caritas est, "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Esta encíclica, y sobre todo su primera parte, debe mucho al pensamiento de san Agustín, que fue un enamorado del amor de Dios, y lo cantó, meditó, predicó en todos sus escritos, y sobre todo lo testimonió en su ministerio pastoral.
Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II y de mis venerados predecesores Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, estoy convencido de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje esencial, encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de esto y todo debe llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado teológico. Como dice san Pablo: "Si no tengo caridad, nada me aprovecha" (cf. 1 Co 13, 3). Todos los carismas carecen de sentido y de valor sin el amor; en cambio, gracias al amor todos ellos contribuyen a edificar el Cuerpo místico de Cristo.
El mensaje que repite también hoy san Agustín a toda la Iglesia, y en particular a esta comunidad diocesana que con tanta veneración conserva sus reliquias, es el siguiente: el Amor es el alma de la vida de la Iglesia y de su actividad pastoral. Lo hemos escuchado esta mañana en el diálogo entre Jesús y Simón Pedro: "¿Me amas?... Apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). Sólo quien vive en la experiencia personal del amor del Señor es capaz de cumplir la tarea de guiar y acompañar a los demás en el camino del seguimiento de Cristo. Al igual que san Agustín, os repito esta verdad a vosotros como Obispo de Roma, mientras con alegría siempre nueva la acojo juntamente con vosotros como cristiano.
Servir a Cristo es ante todo una cuestión de amor. Queridos hermanos y hermanas, vuestra pertenencia a la Iglesia y vuestro apostolado deben brillar siempre por la ausencia de cualquier interés individual y por la adhesión sin reservas al amor de Cristo. Los jóvenes, en especial, necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus corazones inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su interior. Sólo en él, Palabra pronunciada por el Padre para nosotros, se encuentra la unión entre la verdad y el amor, en la que se encuentra el sentido pleno de la vida. San Agustín vivió personalmente y analizó a fondo los interrogantes que el hombre alberga en su corazón y sondeó la capacidad que tiene de abrirse al infinito de Dios.
Siguiendo las huellas de san Agustín, también vosotros debéis ser una Iglesia que anuncie con valentía la "buena nueva" de Cristo, su propuesta de vida, su mensaje de reconciliación y perdón. He visto que vuestro primer objetivo pastoral consiste en llevar a las personas a la madurez cristiana. Aprecio esta prioridad que otorgáis a la formación personal, porque la Iglesia no es una simple organización de manifestaciones colectivas, ni lo opuesto, la suma de individuos que viven una religiosidad privada. La Iglesia es una comunidad de personas que creen en el Dios de Jesucristo y se comprometen a vivir en el mundo el mandamiento de la caridad que él nos dejó. Por tanto, es una comunidad en la que se nos educa en el amor, y esta educación se lleva a cabo no a pesar de los acontecimientos de la vida, sino a través de ellos. Así fue para san Pedro, para san Agustín y para todos los santos. Y así es también para nosotros.
La maduración personal, animada por la caridad eclesial, permite también crecer en el discernimiento comunitario, es decir, en la capacidad de leer e interpretar el tiempo presente a la luz del Evangelio, para responder a la llamada del Señor. Os exhorto a progresar en el testimonio personal y comunitario del amor con obras. El servicio de la caridad, que con razón concebís siempre unido al anuncio de la Palabra y a la celebración de los sacramentos, os llama y a la vez os estimula a estar atentos a las necesidades materiales y espirituales de los hermanos.
Os aliento a tratar de alcanzar el "alto grado" de la vida cristiana, que encuentra en la caridad el vínculo de la perfección y que debe traducirse también en un estilo de vida moral inspirado en el Evangelio, inevitablemente contra corriente con respecto a los criterios del mundo, pero que es preciso testimoniar siempre de modo humilde, respetuoso y cordial.
Queridos hermanos y hermanas, para mí ha sido un don, realmente un don, compartir con vosotros esta visita a la tumba de san Agustín; vuestra presencia ha dado a mi peregrinación un sentido eclesial más concreto. Recomencemos desde aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser discípulos del Amor.
Que nos acompañe siempre la Virgen María, a cuya maternal protección os encomiendo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, a la vez que con gran afecto os imparto la bendición apostólica.

LAS CONVERSIONES DE SAN AGUSTÍN

Catequesis del 27 de Febrero del 2008
Las conversiones de san Agustín

Queridos hermanos y hermanas:

Con el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de san Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.
San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.
Pero también la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido a acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín sintetizó esta experiencia en una de las páginas más famosas de las Confesiones: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado a un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantilena que nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege», «toma, lee; toma, lee» (VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión de san Antonio, padre del monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que poco antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (Rm13, 13-14).
Había comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le indicaban qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se disipaban las tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue la conversión primera y decisiva.
El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era realmente un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir.
Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación privada.
Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.
Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.
Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. San Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, en los últimos años de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama sencillamente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al pensamiento de san Agustín.
También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6). Sólo ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida.

LAS OBRAS DE SAN AGUSTÍN

Catequesis del 20 de Febrero del 2008
Las Obras de san Agustín

Queridos hermanos y hermanas:

Tras la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada, hoy volvemos a presentar la gran figura de san Agustín, sobre el que ya he hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de ellas quiero hablar hoy brevemente. Algunos de los escritos de san Agustín son de fundamental importancia, no sólo para la historia del cristianismo, sino también para la formación de toda la cultura occidental: el ejemplo más claro son las Confesiones, sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia de los primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia, también el obispo de Hipona ejerció una influencia amplia y persistente, como lo demuestra la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que son realmente numerosas.
Él mismo las revisó algunos años antes de morir en las Retractationes y poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus ("índice") añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín, Vita Augustini. La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil treinta escritos numerados por su autor, junto con otros "que no pueden numerarse porque no les puso ningún número".
Posidio, obispo de una ciudad cercana, dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de san Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del obispo de Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas originalmente eran muchas más, quizá entre tres mil y cuatro mil, fruto de cuatro décadas de predicación del antiguo retórico, que había decidido seguir a Jesús, dejando de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de la Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron redactados y publicados por él, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, transcritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras —subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas" (Vita Augustini, 18, 9).
Entre la producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de las cartas y homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las Confesiones, antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con Dios. Este género literario refleja precisamente la vida de san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.
El título Confesiones indica ya lo específico de esta autobiografía. En el latín cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos, la palabra confessiones tiene dos significados, que se entrecruzan.Confessiones indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque
Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Sobre estas Confesiones, que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín, escribió él mismo: "Han ejercido sobre mí un gran influjo mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras" (Retractationes, II, 6): y tengo que reconocer que yo también soy uno de estos "hermanos". Gracias a las Confesiones podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado por Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son, también, las Retractationes, redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión" (retractatio) de toda su obra escrita, dejando así un documento literario singular y sumamente precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.
De civitate Dei, obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita entre los años 413 y 426 en veintidós libros. La ocasión fue el saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos paganos de entonces, y también muchos cristianos, habían dicho: Roma ha caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden proteger la ciudad. Durante la presencia de las divinidades paganas, Roma era caput mundi, la gran capital, y nadie podía imaginar que caería en manos de los enemigos. Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto, el Dios de los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien convenía encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra, De civitate Dei, aclarando qué es lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no podían esperar de él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia. Este libro sigue siendo una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la grande y verdadera esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad gobernada por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre dos amores: el amor a sí mismo "hasta el desprecio de Dios" y el amor a Dios "hasta el desprecio de sí mismo", (De civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena libertad de sí mismo para los demás a la luz de Dios. Este es, tal vez, el mayor libro de san Agustín, de una importancia permanente.
Igualmente importante es el De Trinitate, obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trino, escrita en dos tiempos: entre los años 399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin saberlo san Agustín, el cual hacia el año 420 los completó y revisó toda la obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio de Dios, que es único, el único creador del mundo, de todos nosotros: precisamente este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata de comprender el misterio insondable: precisamente su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.
El libro De doctrina christiana es, en cambio, una auténtica introducción cultural a la interpretación de la Biblia y, en definitiva, al cristianismo mismo, y tuvo una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.
Con gran humildad, san Agustín fue ciertamente consciente de su propia talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel teológico. Esta intención profunda, que le guió durante toda su vida, se manifiesta en una carta escrita a su colega Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar de dictar por el momento los libros del De Trinitate, "pues son demasiado densos y creo que son pocos los que los pueden entender; urgen más textos que esperamos sean útiles a muchos" (Epistulae, 169, 1, 1). Por tanto, para él era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que escribir grandes obras teológicas.
La gran responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje cristiano se encuentra en el origen de escritos como el De catechizandis rudibus, una teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus contra partem Donati. Los donatistas eran el gran problema del África de san Agustín, un cisma específicamente africano. Los donatistas afirmaban: la auténtica cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la Iglesia. Contra este cisma el gran obispo luchó durante toda su vida, tratando de convencer a los donatistas de que incluso la africanidad sólo puede ser verdadera en la unidad. Y para que le entendieran los sencillos, los que no podían comprender el gran latín del retórico, dijo: tengo que escribir incluso con errores gramaticales, en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre todo en este Psalmus, una especie de poesía sencilla contra los donatistas para ayudar a toda la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se realiza realmente para todos nuestra relación con Dios y crece la paz en el mundo.
En esta producción destinada a un público más amplio reviste particular importancia su gran número de homilías, con frecuencia improvisadas, transcritas por taquígrafos durante la predicación e inmediatamente puestas en circulación. Entre estas destacan las bellísimas Enarrationes in Psalmos, muy leídas en la Edad Media. La publicación de las miles de homilías de san Agustín —con frecuencia sin el control del autor— explica su amplia difusión y su dispersión sucesiva, así como su vitalidad. Inmediatamente las predicaciones del obispo de Hipona, por la fama del autor, se convirtieron en textos sumamente requeridos. Para los demás obispos y sacerdotes servían también de modelos, adaptados a contextos siempre nuevos.
En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo VI, representa a san Agustín con un libro en la mano (véase la foto), no sólo para expresar su producción literaria, que tanta influencia ejerció en la mentalidad y en el pensamiento cristianos, sino también para expresar su amor por los libros, por la lectura y el conocimiento de la gran cultura precedente. A su muerte, cuenta Posidio, no dejó nada, pero "recomendaba siempre que se conservara diligentemente para las futuras generaciones la biblioteca de la iglesia con todos sus códices", sobre todo los de sus obras. En estas, subraya Posidio, san Agustín está "siempre vivo" y es muy útil para quien lee sus escritos, aunque —concluye— "creo que pudieron sacar más provecho de su contacto los que lo pudieron ver y escuchar cuando hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de su vida cotidiana entre la gente" (Vita Augustini, 31).
Sí, también a nosotros nos hubiera gustado poderlo escuchar vivo. Pero sigue realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.

SAN AGUSTÍN: ARMONÍA ENTRE FE Y RAZÓN

Catequesis del 30 de Enero del 2008
San Agustín
Armonía entre fe y razón

Queridos amigos:

Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem. El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).
Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.
La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra académicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas ("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1, 1).
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna quaestio) y "un gran abismo" (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante:  quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.
El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la libertad y de la salvación", como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado" (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar:  "Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros" (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).
Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros" (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).
En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada poco después de su conversión:  "A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):  "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.

CATEQUESIS DEL 16 DE ENERO DEL 2008

Catequesis del 16 de Enero del 2008

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213, 1).
En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213, 6).
De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual: escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban aprovechando las tribus de los moros para sus correrías:  «Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar a los hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento de sangre» (Ep. 229, 2).
Por desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios africanos quedó defraudada: en mayo del año 429 los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por los enemigos» (ib., 28, 8).
Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la "vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un mundo envejecido. Él te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida: «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre:  era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (cf. ib., 31, 2).
Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.
«Para la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio,Vida, 31, 8).
Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy:  un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.
En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.